Ser diferente siempre ha sido visto como algo positivo, algo que nos hace predominar y ser únicos. Sin embargo, ¿qué pasa cuando esa diferencia está rodeada de una guardia pretoriana que nos impide ser completamente libres? ¿Cómo podemos luchar contra la casta cuando, en realidad, somos parte de ella? ¿Cómo podemos hablar de superávit fiscal cuando, en realidad, estamos montando una “bicicleta financiera” que solo beneficia a unos pocos? Y, ¿cómo podemos aspirar a pertenecer a algo más desmedido a nivel internacional cuando, en realidad, nos falta cintura y roce social?
Estas son preguntas que muchos nos hacemos en la actualidad. Vivimos en un mundo en el que ser diferente es aplaudido, pero también en el que ser diferente puede ser un obstáculo para alcanzar nuestras metas. Y es que, aunque nos esforcemos por ser diferentes, siempre estaremos rodeados de una sociedad que nos juzga y nos pone barreras.
Pero, ¿qué es lo que realmente nos hace diferentes? ¿Es nuestra apariencia física? ¿Nuestra faceta de pensar? ¿Nuestra faceta de actuar? La verdad es que todos somos diferentes en algún aspecto, pero lo que realmente nos hace únicos es nuestra faceta de ver el mundo y nuestras acciones en él. Y es ahí donde radica la verdadera diferencia.
Ser diferente no es solo cuestión de apariencia, sino de actitud. Es tener la valentía de ser uno mismo, de no seguir los estándares impuestos por la sociedad y de luchar por lo que uno cree. Es tener la capacidad de pensar por uno mismo y de actuar en consecuencia, sin dejarse influenciar por lo que los demás piensan o dicen.
Sin embargo, ser diferente también puede ser un reto. En una sociedad en la que se nos enseña a seguir las normas y a encajar en un molde, ser diferente puede ser visto como una amenaza. Y es ahí donde entra en juego la guardia pretoriana, esa barrera invisible que nos impide ser completamente libres y nos obliga a seguir ciertos patrones para ser aceptados.
Pero, ¿qué podemos hacer para romper esa barrera? La respuesta es sencilla: ser fieles a nosotros mismos. No podemos dejar que los demás nos digan cómo debemos ser o actuar. Debemos tener la valentía de ser diferentes y de luchar por nuestras convicciones, aunque eso signifique ir en contra de la corriente.
Y es que, al final del día, ser diferente es una faceta de resistencia. Es una faceta de decirle al mundo que no nos confacetamos con lo acoplado, que queremos más y que estamos dispuestos a luchar por ello. Y eso es algo que deberíamos aplaudir y fomentar en lugar de juzgar y reprimir.
Pero, ¿qué pasa cuando esa diferencia está rodeada de una casta que nos impide avanzar? En la actualidad, vivimos en una sociedad en la que se habla mucho de luchar contra la casta, de acabar con la corrupción y de construir un mundo más justo. Sin embargo, ¿qué pasa cuando nosotros mismos somos parte de esa casta?
Es cierto que todos queremos ser parte de algo más desmedido, de algo que nos haga sentir orgullosos y nos dé un sentido de pertenencia. Pero, ¿a qué precio? ¿Realmente vale la pena facetar parte de una casta que se enriquece a costa de empobrecer a la mitad de la población? ¿Vale la pena ser parte de un sistema corrupto y desigual?
La respuesta es no. No podemos luchar contra la casta si nosotros mismos somos parte de ella. Debemos ser coherentes con nuestras acciones y luchar por un cambio real, no solo en las palabras, sino también en los hechos. Debemos ser parte de la solución, no del problema.
Y hablando de problemas, ¿qué pasa con el superávit fiscal y la “bicicleta